El cine de un tiempo vano
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A mi juicio, el culto al deporte al que asistimos, la proliferación de las tiendas de ropa y la exaltación de ciertas películas sin más mérito que su espectacularidad -que para colmo, al no ser más que a una exhibición de efectos especiales ya es en sí misma bastante dudosa-, obedecen a un mismo asunto: la levedad de nuestros días.
El nuestro es un tiempo vano como ningún otro de los que he vivido. Más incluso que los años 80, cuando la frivolidad y la superficialidad eran ley. Porque entonces se alardeaba de ellas por cinismo, como lícito rechazo a la gravedad de los 70. Mas ahora, esas banalidades, son la pura verdad. No hay más gloria que la del fútbol -que ya hace enloquecer hasta las mujeres-, ir vestidos a la moda y ver películas fáciles, donde no haya más que espectáculo -léase "nada que entender"-. Si las cintas son robadas, mejor que mejor. Porque el expolio de la cultura, a veces con argumentos tan peregrinos como que es patrimonio de todos, es otro de los signos de nuestro tiempo.
Se convierte en héroes nacionales -al menos así se les llama- a los que antaño, cuando la practica deportiva era algo alienante -para mí lo sigue siendo-, eran simples campeones. Se prima la forma frente al fondo, el continente frente al contenido y la imagen -que prácticamente se reduce a la ropa- es el principal valor de una persona. Los sentimientos, como las películas, cuanto más fáciles, mejor: la bondad infinita de los pobres, la inocencia de los niños, la conservación de la Naturaleza...
Vaya por delante que, exceptuando la degeneración del cine, que dada mi necesidad imperante de ver películas me toca muy de cerca, particularmente me daría igual que los valores de nuestros días fueran justamente los contrarios. Nada más lejos de mi intención que pontificar en aras de un tiempo más elevado. Pero hay algo que me aguijonea en la exaltación de ese cine que no tiene más mérito que su espectacularidad.
Decía Cecil B. De Mille que las películas tienen que empezar por un terremoto y seguir subiendo. Cuando era un simple espectador; más aún, cuando era un niño pequeño y no entendía más cine que el de acción, lo hubiera suscrito a pie juntillas. Pero apenas me hice cinéfilo y avancé en mi experiencia como tal, descubriendo a cineastas de la talla de Godard, Antonioni o Bresson, empecé a ponerlo en duda. Hay películas que pueden empezar por su desenlace y acabar por su planteamiento; otras pueden hacerlo exponiendo una duda, para seguir abundando en ella, y son tan memorables o más que cualquier cinta de acción.
Los lectores de esta bitácora ya saben que también hay cierto cine de géneros que estimo -el que recrea con acierto las reglas del género en cuestión- e incluso un cine malo que aprecio por entrañable: el que en la precariedad de su puesta en escena me devuelve el Madrid de mi pasado. Sin embargo, esa espectacularidad por la espectacularidad -que junto al agotamiento y el adocenamiento es la principal característica del cine de nuestros días- ya empieza a cansarme como la proliferación de las tiendas de ropa. Más aún, esas cintas fáciles, sin nervio alguno, sin otra cosa que la espectacularidad de los efectos especiales, me inspiran el mismo sentimiento que han de inspirar los campeones a quienes les convirtieron en héroes nacionales, para acabar volviéndoles a ver regresar tras haber hecho el ridículo que era habitual en ellos.
Publicado el 6 de agosto de 2014 a las 15:00.